28 may 2011

La máquina Victoria

Hace años, pero no muchos, me presentaron a un personaje curioso, pero a la vez algo peculiar. Se trataba de un funcionario que pertenecía al cuerpo de Hacienda y que su labor en la administración consistía en embargar a personas y empresas que por diversos motivos no habían cumplido con el fisco. Con anterioridad, me habían comentado que disponía de una nave en las cual almacenaba todo tipo de materiales, desde una lata de pintura hasta un deportivo. Quedé con el individuo y fuimos a la citada nave por si había algún enser que me pudiera interesar y adquirirlo por un módico precio. No hubo ninguno, pero allí había una pieza que aunque estaba algo deteriorada, hizo que mi vista se fijase en ella. Se trataba de una máquina de hacer cigarrillos marca Victoria. El artilugio estaba compuesto por un montón de piezas ensambladas y que más bien parecía un pequeño molino para moler cereal o café. Pero, ¿cómo se podría construir una máquina tan complicada para hacer un cigarrillo?
—¿Te gusta la máquina? Pues te la regalo.
No pudiendo resistir el ofrecimiento, le dije que con mucho gusto lo aceptaba.
—Anda, que si supieras los millones de cigarros que ha hecho esta máquina…
Máquina Victoria. El cigarro salía totalmente acabado.
La máquina Victoria, llevaba un pequeño depósito de agua que servía para humedecer el papel.

Con esta máquina se hacían muchos, pero que muchos cigarrillos. Después de la guerra civil, cuando se festejaban corridas de toros en la plaza de la Misericordia, una vez finalizadas, un par de personas recorrían las gradas con un saco y en él metían todas las colillas de cigarrillos y puros que habían sido consumidas durante el festejo. Una vez recogidas, las desmenuzaban y sirviéndose de la máquina Victoria los volvían a convertir en nuevos cigarrillos dispuestos para su venta y consumo.
También recuerdo que un tranviario casado con una plenera hacía lo mismo, pero en los vagones de los tranvías. Cuando finalizaba la jornada de trabajo, sirviéndose de un artilugio con una barra, recorría todas las rendijas que había entre las tiras de madera del suelo y a la vez que limpiaba el suelo, recogía el tabaco que los fumadores echaban sin el menor pudor. Entonces se podía fumar en cualquier lugar, incluso en el cine, fumar estaba bien visto y denotaba masculinidad y modernidad.
Por los años 50 y 60, era muy habitual que cuando un fumador paseaba por la calle y había acabado con el cigarro o puro, se deshacía de él, echándolo al suelo y, tanto chicos como mayores adictos al tabaco que no disponían de una buena economía, lo recogían sin el menor escrúpulo. Si no se había apagado, se lo ponían en la boca y seguían consumiéndolo hasta que quedase la llamada “pava”, que una vez consumida, casi estaba a punto de quemar los dedos o los labios. Si la colilla recogida estaba apagada, se pedía fuego a cualquier viandante que estuviese fumando. No siempre se daba fuego con mechero o con mixtos, la mayoría de las veces se encendía con propio cigarro que fumaba la persona a la que se solicitaba el favor. Los mixtos eran los fósforos cuyo palo era de madera y las cerillas, como su nombre indica, los fósforos con el palo de papel y cera. También de podría dar fuego con el llamado chisquero basado en una gruesa mecha y una piedra. Cuando se consumía la mecha o la piedra, se reponía por otra, ya que lo vendían en muchas tiendas y estancos. Más tarde llegaron de Austria los llamados mecheros de martillo de gasolina y una piedra, siendo la modernidad de los fumadores. Para recargarlos de gasolina, se abría el mechero y en un pequeño depósito que albergaba un algodón, se vertía la gasolina hasta que quedaba empapado y la carga, duraba algunos días. ¡Qué tiempos aquéllos!
Chisquero. Cuánto más aire hacía, menos se apagaba.
Mechero de martillo austríaco.

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