En Plenas como en otros muchos lugares y siempre que el tiempo lo permitiera, era costumbre organizar grandes bailes. Los domingos y “fiestas de guardar”, eran esperados por los mozos y mozas, con el fin de asistir al baile y encontrar novia o novio.
Bastante complicado era mantener relaciones y mucho menos, prematrimoniales. Sus viejas costumbres relacionadas con el noviazgo estaban marcadas de espiritualismo y de prejuicios decorosos, ambos difíciles de modificar, sobre todo en la vida rural de aquéllos años y una vez finalizada la guerra civil.
Muy pocos disponían de aparatos radio, ni picús –tocadiscos–, a la sazón, se las tenían que componer con mozos que tocasen algún instrumento musical, por difícil o raro que fuese. Muchos de ellos heredaron la formación musical de sus padres y abuelos, así animarían los bailes, de esta manera, se garantizaba que no faltaría la música. Siempre tocaron “de oído”, sin partituras ni pentagramas, solamente guiados por una enorme afición que les hacía ser apreciados por los demás. Algunos, los más relevantes, fueron oídos fuera de estos recónditos lugares, llegando incluso, a ser reconocidos como excelentes músicos.
Los músicos eran contratados por la “tía Isidra”, que era la dueña del local que se había habilitado para este fin. El local del baile, situado en los bajos del café, era un salón de forma cuadrangular con una enorme columna en el centro que sostenía el piso del establecimiento. Se accedía desde la calle por una pequeña puerta y escalera construida con argamasa de yeso en basto. Bajando la escalinata, a la derecha, se hallaban tres bancos de madera adosados a las paredes, en los cuales se sentaban las mozas esperando ser “sacadas a bailar”. En la pared situada enfrente de la escalera, había dos ventanas de madera, lindantes a la acequia molinar, justo en la entrada de la balsa del molino harinero. A la derecha de la escalera, había una puerta con un pequeño cuarto que daba salida a la acequia molinar, en la misma pared que las ventanas del salón. En este apartado, la tía Isidra tenía una pequeña tienda, donde vendía golosinas o frutos secos. En ésta misma pared, en el rincón, se encontraba una pequeña estancia hendida en la pared y a un metro de altura del suelo. En él se sentaban los tres o cuatro músicos que normalmente acudían a tocar. Sobresalía de la pared una tabla que servía de descanso para las piernas.
Para acceder a la tabla, existía una hendidura en la pared que a modo de huella colocaba el pié el músico, a la vez que se impulsaba agarrando un gancho de hierro, situado a más altura.
Para acceder a la tabla, existía una hendidura en la pared que a modo de huella colocaba el pié el músico, a la vez que se impulsaba agarrando un gancho de hierro, situado a más altura.
El baile comenzaba a las tres o tres y media de la tarde y a él acudían mozos y mozas con la más precisa puntualidad, dado que la noche se echaba sobre las seis de la tarde y se carecía de luz artificial.
En la puerta del baile –en la calle–, quedaba toda la chiquillería del pueblo. De vez en cuando y aprovechando que las mozas y mozos bailaban, entraban en el local correteando, hasta que su presencia era detectada y eran expulsados a gran velocidad. Luego irían con chismes a sus casas, contando que si fulana bailaba con fulano e inventando en sus corros fantásticas historias de amor.
De vez en cuando los músicos bajaban del escenario para echarse algún que otro bailoteo con sus correspondientes novias. En el transcurso del baile también se encargaban de cobrar la entrada a los mozos, ya que las mozas no pagaban.
Antes de la guerra civil, el costo de la entrada era de un rial –real– (25 céntimos) y pasada la contienda lo subieron a dos pesetas. Del dinero que recudaban se hacían tres partes: una era para la dueña del local y el resto, se lo repartían entre los músicos. Contaba un músico, que antes de la guerra, se llegaban a repartir tres o cuatro pesetas para cada uno, una vez descontada la parte del local.
Entonces no había electricidad alguna (no había luz) y cuando anochecía, el lucero –persona encargada de activar la luz–, iba encendiendo con su larga pértiga las farolas emplazadas por algunas esquinas del pueblo. Los chavales que se encontraban en la puerta del baile gritaban: ¡la luz!, ¡la luz! Palabras mágicas que al ser oídas por las mozas, ellas las volverían a repetir en el interior del baile, dando por finalizado el mismo. Rápidamente desaparecían del local mozos y mozas, aún sin acabar la pieza que se estaba interpretando. Si en el momento de dar la luz no acudían ligeras a sus casas, las consecuencias podrían acarrear alguna que otra bronca.
En el baile se tocaban: chotis, mazurcas. pasodobles, polcas, valses, zambras gitanas… lo curioso es, que según cuentan, nunca jotas. Las jotas se bailaban sueltos y eso no les compensaba.
De vez en cuando los músicos bajaban del escenario para echarse algún que otro bailoteo con sus correspondientes novias. En el transcurso del baile también se encargaban de cobrar la entrada a los mozos, ya que las mozas no pagaban.
Antes de la guerra civil, el costo de la entrada era de un rial –real– (25 céntimos) y pasada la contienda lo subieron a dos pesetas. Del dinero que recudaban se hacían tres partes: una era para la dueña del local y el resto, se lo repartían entre los músicos. Contaba un músico, que antes de la guerra, se llegaban a repartir tres o cuatro pesetas para cada uno, una vez descontada la parte del local.
Entonces no había electricidad alguna (no había luz) y cuando anochecía, el lucero –persona encargada de activar la luz–, iba encendiendo con su larga pértiga las farolas emplazadas por algunas esquinas del pueblo. Los chavales que se encontraban en la puerta del baile gritaban: ¡la luz!, ¡la luz! Palabras mágicas que al ser oídas por las mozas, ellas las volverían a repetir en el interior del baile, dando por finalizado el mismo. Rápidamente desaparecían del local mozos y mozas, aún sin acabar la pieza que se estaba interpretando. Si en el momento de dar la luz no acudían ligeras a sus casas, las consecuencias podrían acarrear alguna que otra bronca.
En el baile se tocaban: chotis, mazurcas. pasodobles, polcas, valses, zambras gitanas… lo curioso es, que según cuentan, nunca jotas. Las jotas se bailaban sueltos y eso no les compensaba.
Recuerdan algunas melodías de hace 60 ó 70 años: María de la O, ¡Qué guapa estás María!, Él vino en un barco, La Parrala, Ojos negros, Francisco Alegre, Mañana por la mañana te espero Juana…, Sólamente una vez; Cachito, cachito, cachito mío, Siboney, Amapola, Bajo el cielo de la luz crepuscular, Y tú y tú y solamente tú, Cabaretera, Recuerdo aquélla vez que yo..., Qué bonito es Barcelona, Madrid, Madrid, Madrid, entre otras.
Cuando hacían el relevo o cambio de pareja los músicos tocaban un sonoro timbre. Cuando sonaba, todo el mundo debería cambiar de moza.
Aparte de domingos y festivos, los mozos y mozas aprovechaban cualquier acontecimiento para celebrar bailes. En época de zafranes –recogida del azafrán– venían muchas jornaleras de fuera para realizar los trabajos de recolección y esbrinado del azafrán. Todos los días se hacía baile en el mismo local.
Aparte de domingos y festivos, los mozos y mozas aprovechaban cualquier acontecimiento para celebrar bailes. En época de zafranes –recogida del azafrán– venían muchas jornaleras de fuera para realizar los trabajos de recolección y esbrinado del azafrán. Todos los días se hacía baile en el mismo local.
Cuando llegaban las cuadrillas de esquiladores de ovejas (que por norma procedían de Alcalá de la Selva -Teruel-), se aprovechaba para hacer bailes, pero en esta ocasión se celebraba en plena calle, “junto al último tajo de los rapadores”. A veces, ellos mismos sacaban sus propios instrumentos musicales (guitarras, laúdes…) que habían transportado desde sus lugares de origen y organizaban la fiesta; si no llevaban ninguno los “pedían entre los vecinos del pueblo”.
En una ocasión, finalizada la guerra civil contrataron a una compañía ambulante que interpretaba canciones de ópera y zarzuela. El concierto se celebró en el baile del “tío Serapio” (anteriormente de Isidra) y relatan, que acudió mucha gente. Cuando llegaron a Plenas pensaron quedarse poco tiempo, pero al comprobar que gustaban las canciones que interpretaban y sobre todo, la hospitalidad de sus gentes, alargaron su estancia durante algunos días más.
Por los años 60 el baile se celebraba en los bajos de la casa de David “el Leches”, pero sirviéndose de un tocadiscos. El baile de David y la Gloria (su esposa) se encontraba cerca del local de la “tía Isidra” y se accedía por una puerta lindante a la acequia molinar.
© Ignacio Navarro
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