Era un caluroso atardecer de verano de agosto y la noche estaba al caer. Las faenas de la trilla casi habían finalizado y los mozos se reunían al anochecer en la plaza del pueblo. Algunos llevaban a abrevar a las caballerías que eran guiadas por largos ramales hasta el abrevador, canal situado junto a la fuente y los animales bebían hasta hartarse. Mientras, el lucero con una pértiga de madera recorría las esquinas del pueblo para encender las tenues farolas que darían la luz hasta la mañana siguiente y las mujeres quedaban en sus casas preparando la cena.
En la plaza los mozos se sentaban en la argamasa (muro de piedras) y contaban historias y leyendas de todo tipo. A veces, apoderando sus correrías con las mozas o en algún esporádico viaje que realizaron a la capital. Aunque no fueran reales, muchas historias se contaban, sobre todo los más viejos. Los jovenzanos envueltos por la ignorancia quedaban atónitos y boquiabiertos ante las increíbles narraciones que allí se oían.
—Pos en la calle El Caballo, me eché un…
—Cuando bajé a Zaragoza, me fui de putas y …
Entre muchas otras, también componían supuestas historias protagonizadas por las mozas de buen ver del lugar, imaginándose todo lo habido y por haber. No tenían muchos temas de conversación, o hablaban del campo y su meteorología o de mujeres. En pocas ocasiones hablaban de fútbol o toros. La escasa información que les llegaba del exterior era casi nula. La buena mayoría no disponía de radio, prensa ni mucho menos televisión. Lo que sí sabían quién dirigía el país y los domingos, era recomendable ir a misa, lección que aprendieron finalizada la guerra civil.
En muchas ocasiones el morbo y el miedo se adueñaba de las historias que contaban, se hablaba de difuntos, camposantos y otros temas escalabrosos. Los mayores solían ser los que llevaban la voz cantante:
—Pues una vez, fue fulano al cementerio, pisó una losa y se hundió hasta el cinto.
—¡Hostiana! –contestaban los jóvenes.
—¿Y es verdad?
—Otra vez –decía alguno–, me contaron que a otro le pasó lo mismo, pero un muerto le agarró la pierna.
La carne de gallina comenzaba a aparecer en los brazos de los atentos oyentes. Todos ellos sabían que cuando muere algún vecino, no se le puede pasar por la puerta de su casa cuando lo llevan camino del cementerio, porque su ánima puede volver a buscar algún vivo. También recordaban asustados que a los muertos no se les puede enterrar con zapatos porque pueden volver a buscar a algún familiar.
Cuando los relatos llegaban a su punto más álgido de audiencia, comenzaban las apuestas y retos más descabelladas de los más viejos.
—¿A que no tenéis cojones de ir hasta la puerta del cementerio?
—¿Te jugas algo a que no tocas la puerta del cementerio con las manos?
Echaban y echaban más leña a la conversación y endizcaban (provocaban) continuamente por si algún pincho (valiente) que tuviera el suficiente valor de arrimar su cuerpo a las tapias del campo santo en plena oscuridad.
La mayoría de ocasiones, estas reuniones finalizaban cuando los más pequeños hacían su aparición anunciando que la cena estaba lista ya que deberían hacer acto de presencia en sus casas a la mayor brevedad, para evitar recibir alguna bronca o el clásico par de hostias que les propiciaría el padre de familia, si no acudían a la hora fijada. Otras veces, si la meteorología lo permitía el corro se volvía a formar después de cenar.
Cuando volvían de cenar, los ánimos de la concurrencia se enfurecieron más de la cuenta, como si los alimentos ingeridos o el recio tinto hubiese servido de combustible para disponer de más valentía.
—¡Venga, vamos al cementerio! –gritó uno de los más jóvenes.
—Bueno, podéis ir dos, pero con una condición, que esta vez como sois dos, saltáis las tapias, rezáis un padrenuestro y nosotros, os esperamos a la entrada del pueblo.
Todo el grupo se puso en marcha, pero para no llamar la atención y evitar las posibles sospechas de los vecinos que se encontraban tomando la fresca. Optaron por atravesar el pueblo por las afueras, más concretamente por las eras (lugar donde se trillaba). En este paraje no había nadie y se encontraba completamente a oscuras. únicamente se alumbraban con la luz de la luna.
Los únicos sonidos que se oían eran sus propias pisadas, los tropiezos con las piedras y algún que otro grillo.
Rezagados quedaron dos mayores que murmuraban en voz baja:
—¿Nos echamos a correr y les esperamos escondidos detrás de la esquina del cementerio?
—¡Venga, vale!
Rápidamente los dos mozos cogieron el atajo y en un santiamén llegaron al tenebroso lugar. Mientras tanto, el resto del grupo seguía su camino hacia el cementerio. Algunos, al percatarse que faltaban alguien, dijeron:
—¿Ande está Fulanico y Fulano?
—Se habrán quedao acojonaos en la plaza –contestaron.
—Bueno, ya sabéis, llegáis, saltáis la tapia, rezáis el padrenuestro y nosotros sus esperamos aquí. ¡A ver si tenéis cojones!
—Venga vamos –dijo uno de los mozalbetes.
Armados de valor, enfilaron camino del cementerio y hablaban en voz baja:
—Se van a enterar esos petanes quién tiene güevos.
Blanqueaban las tapias del cementerio bajo la luz de la luna y poco antes de llegar dijo uno:
—¡Oe!, como estos no nos van a ver ¿qué te paice si nus ponemos tras las tapias y sin entrar rezamos pa que nos sientan?
—¡Bien, vale!, pero no se lo digas a nadie que no himos entrao.
El canguelis (canguelo, miedo) que llevaban los dos amigos había hecho de las suyas, pero lo que no sabían que escondidos detrás de un lateral del cementerio se encontraban esperando los dos mayores. Dio la casualidad que los recién llegados tomaron la dirección opuesta a las que estaban los dos bromistas esperando y se colocaron en un lugar donde no fue detectada su presencia. Todo era oscuridad y el silencio se podía escuchar. Sin perder ni un segundo, los dos zagales se dispusieron a rezar lo convenido, pero como estaban tan aterrados comenzaron a cantar el paternóster en latín. Con la voz sumamente temblorosa, emitían sonidos tan tenebrosos que no había forma de entender. Sus cuerpos y sus mentes estaban poseídos por el miedo.
Entonces, los dos que esperaban escondidos para hacerles la burla, quedaron desconcertados y no daban crédito a los sonidos que sus oídos percibían. Muertos de miedo, creyeron a pies juntillas que las voces provenían de los difuntos que descansaban bajo tierra y sin pensarlo dos veces se echaron a correr como si de un rayo se tratara o les hubieran pegado fuego por el culo. Alcanzaron tal velocidad que ni siquiera vieron al grupo que esperaba el final de la apuesta.
Al verles pasar tan sofocados y con la cara desencajada, pensaron que algo escatológico había sucedido y “tomaron las de Villadiego” hasta llegar a la plaza del pueblo. Una vez allí, los dos bromistas contaron lo sucedido, pero uno del grupo dijo con cierta extrañeza:
—Aquí paice que güele a mierda. ¿Sa cagau alguno?
Todo el corro dirigió la mirada hacia los dos y efectivamente, con el cuerpo descompuesto por el susto de la noche, se habían "ido patas abajo" de los pantalones. Fuertes risas, carcajadas y revolcones por el suelo, a las que se unieron los dos rezagados que venían de rezar el padrenuestro en latín.
© I. Navarro
En la plaza los mozos se sentaban en la argamasa (muro de piedras) y contaban historias y leyendas de todo tipo. A veces, apoderando sus correrías con las mozas o en algún esporádico viaje que realizaron a la capital. Aunque no fueran reales, muchas historias se contaban, sobre todo los más viejos. Los jovenzanos envueltos por la ignorancia quedaban atónitos y boquiabiertos ante las increíbles narraciones que allí se oían.
—Pos en la calle El Caballo, me eché un…
—Cuando bajé a Zaragoza, me fui de putas y …
Entre muchas otras, también componían supuestas historias protagonizadas por las mozas de buen ver del lugar, imaginándose todo lo habido y por haber. No tenían muchos temas de conversación, o hablaban del campo y su meteorología o de mujeres. En pocas ocasiones hablaban de fútbol o toros. La escasa información que les llegaba del exterior era casi nula. La buena mayoría no disponía de radio, prensa ni mucho menos televisión. Lo que sí sabían quién dirigía el país y los domingos, era recomendable ir a misa, lección que aprendieron finalizada la guerra civil.
En muchas ocasiones el morbo y el miedo se adueñaba de las historias que contaban, se hablaba de difuntos, camposantos y otros temas escalabrosos. Los mayores solían ser los que llevaban la voz cantante:
—Pues una vez, fue fulano al cementerio, pisó una losa y se hundió hasta el cinto.
—¡Hostiana! –contestaban los jóvenes.
—¿Y es verdad?
—Otra vez –decía alguno–, me contaron que a otro le pasó lo mismo, pero un muerto le agarró la pierna.
La carne de gallina comenzaba a aparecer en los brazos de los atentos oyentes. Todos ellos sabían que cuando muere algún vecino, no se le puede pasar por la puerta de su casa cuando lo llevan camino del cementerio, porque su ánima puede volver a buscar algún vivo. También recordaban asustados que a los muertos no se les puede enterrar con zapatos porque pueden volver a buscar a algún familiar.
Cuando los relatos llegaban a su punto más álgido de audiencia, comenzaban las apuestas y retos más descabelladas de los más viejos.
—¿A que no tenéis cojones de ir hasta la puerta del cementerio?
—¿Te jugas algo a que no tocas la puerta del cementerio con las manos?
Echaban y echaban más leña a la conversación y endizcaban (provocaban) continuamente por si algún pincho (valiente) que tuviera el suficiente valor de arrimar su cuerpo a las tapias del campo santo en plena oscuridad.
La mayoría de ocasiones, estas reuniones finalizaban cuando los más pequeños hacían su aparición anunciando que la cena estaba lista ya que deberían hacer acto de presencia en sus casas a la mayor brevedad, para evitar recibir alguna bronca o el clásico par de hostias que les propiciaría el padre de familia, si no acudían a la hora fijada. Otras veces, si la meteorología lo permitía el corro se volvía a formar después de cenar.
Cuando volvían de cenar, los ánimos de la concurrencia se enfurecieron más de la cuenta, como si los alimentos ingeridos o el recio tinto hubiese servido de combustible para disponer de más valentía.
—¡Venga, vamos al cementerio! –gritó uno de los más jóvenes.
—Bueno, podéis ir dos, pero con una condición, que esta vez como sois dos, saltáis las tapias, rezáis un padrenuestro y nosotros, os esperamos a la entrada del pueblo.
Todo el grupo se puso en marcha, pero para no llamar la atención y evitar las posibles sospechas de los vecinos que se encontraban tomando la fresca. Optaron por atravesar el pueblo por las afueras, más concretamente por las eras (lugar donde se trillaba). En este paraje no había nadie y se encontraba completamente a oscuras. únicamente se alumbraban con la luz de la luna.
Los únicos sonidos que se oían eran sus propias pisadas, los tropiezos con las piedras y algún que otro grillo.
Rezagados quedaron dos mayores que murmuraban en voz baja:
—¿Nos echamos a correr y les esperamos escondidos detrás de la esquina del cementerio?
—¡Venga, vale!
Rápidamente los dos mozos cogieron el atajo y en un santiamén llegaron al tenebroso lugar. Mientras tanto, el resto del grupo seguía su camino hacia el cementerio. Algunos, al percatarse que faltaban alguien, dijeron:
—¿Ande está Fulanico y Fulano?
—Se habrán quedao acojonaos en la plaza –contestaron.
—Bueno, ya sabéis, llegáis, saltáis la tapia, rezáis el padrenuestro y nosotros sus esperamos aquí. ¡A ver si tenéis cojones!
—Venga vamos –dijo uno de los mozalbetes.
Armados de valor, enfilaron camino del cementerio y hablaban en voz baja:
—Se van a enterar esos petanes quién tiene güevos.
Blanqueaban las tapias del cementerio bajo la luz de la luna y poco antes de llegar dijo uno:
—¡Oe!, como estos no nos van a ver ¿qué te paice si nus ponemos tras las tapias y sin entrar rezamos pa que nos sientan?
—¡Bien, vale!, pero no se lo digas a nadie que no himos entrao.
El canguelis (canguelo, miedo) que llevaban los dos amigos había hecho de las suyas, pero lo que no sabían que escondidos detrás de un lateral del cementerio se encontraban esperando los dos mayores. Dio la casualidad que los recién llegados tomaron la dirección opuesta a las que estaban los dos bromistas esperando y se colocaron en un lugar donde no fue detectada su presencia. Todo era oscuridad y el silencio se podía escuchar. Sin perder ni un segundo, los dos zagales se dispusieron a rezar lo convenido, pero como estaban tan aterrados comenzaron a cantar el paternóster en latín. Con la voz sumamente temblorosa, emitían sonidos tan tenebrosos que no había forma de entender. Sus cuerpos y sus mentes estaban poseídos por el miedo.
Entonces, los dos que esperaban escondidos para hacerles la burla, quedaron desconcertados y no daban crédito a los sonidos que sus oídos percibían. Muertos de miedo, creyeron a pies juntillas que las voces provenían de los difuntos que descansaban bajo tierra y sin pensarlo dos veces se echaron a correr como si de un rayo se tratara o les hubieran pegado fuego por el culo. Alcanzaron tal velocidad que ni siquiera vieron al grupo que esperaba el final de la apuesta.
Al verles pasar tan sofocados y con la cara desencajada, pensaron que algo escatológico había sucedido y “tomaron las de Villadiego” hasta llegar a la plaza del pueblo. Una vez allí, los dos bromistas contaron lo sucedido, pero uno del grupo dijo con cierta extrañeza:
—Aquí paice que güele a mierda. ¿Sa cagau alguno?
Todo el corro dirigió la mirada hacia los dos y efectivamente, con el cuerpo descompuesto por el susto de la noche, se habían "ido patas abajo" de los pantalones. Fuertes risas, carcajadas y revolcones por el suelo, a las que se unieron los dos rezagados que venían de rezar el padrenuestro en latín.
© I. Navarro
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