La noche estaba al caer y las calles, se iban despejando del ajetreo de las gentes recién llegadas del campo. Los portales de las casas se iluminaban con una tenue luz amarillenta, que era producida por una escasa bombilla. Hacía poco rato que habían dado la luz.
—¡A cenar! –gritó la dueña de la casa.
Alrededor de la mesa se reunía toda la familia: padre, hijos y nietos. Las hijas y la madre preparaban en el hogar –cocina– los últimos preparativos de la cena, la comida más importante del día, en la que toda la familia estarían reunidos alrededor de la mesa, comiendo todos en un mismo plato o mejor dicho, de la misma fuente.
—¿Qué hay pa cenar madre? –espetó uno de los hijos.
—¡Hay migas y tajada! –contestó la madre.
La casa emitía un cierto olor a aceite caliente procedente de la sartén de tres patas que se encontraba sobre las brasas del hogar.
—¿Dónde está el porrón? –dijo el padre.
La hija mayor se fue a la cocina y recogió un pozal lleno de agua fresca, en el que se hallaba sumergido el recipiente lleno de recio vino tinto.
—¡Tome padre, está fresco! –dijo la hija.
Como patriarca era el primero en beber. Antes de comenzar a cenar, el primer trago le correspondía al padre que con el brazo extendido elevaba a gran altura el porrón, sin derramar gota alguna fuera de la boca, ante el asombro de los más pequeños.
Sin mediar palabra comenzaron a cenar. Cada uno, llevaba en sus manos una vieja cuchara de palo –madera– y dando buena cuenta de la gran fuente de migas que la madre había preparado acompañadas de algunos granos de uva.
En la fuente, cada uno tenía acotado su propio terreno y era casi imposible comer del que no le correspondía. Cada cual comía su parte, los alimentos eran escasos y todos, padres, hermanos, chicos y chacos, tenían que alimentarse para cumplir con las duras faenas del campo que tenían que realizar. A los pocos minutos la vieja fuente de porcelana o barro cocido quedó completamente limpia. Las ganas de comer eran muy buenas.
La madre que se había quedado en la cocina, terminaba de cocinar el consistente segundo plato. De pronto, irrumpe la madre con otra gran fuente llena de tajadas (filetes de cerdo fritos) procedentes de la última matacía. Al igual que las migas, los trozos iban desapareciendo con orden hasta dejar la fuente completamente vacía.
Nadie hablaba, todos comían en silencio, pero recordando con cierta tristeza, las magras (los perniles) que tuvieron que vender hace algunos meses, consiguiendo algunas pesetas que bien les vendrían para el sustento de la familia, hasta que se pudiese vender la cosecha de trigo y cebada.
© I. Navarro
—¡A cenar! –gritó la dueña de la casa.
Alrededor de la mesa se reunía toda la familia: padre, hijos y nietos. Las hijas y la madre preparaban en el hogar –cocina– los últimos preparativos de la cena, la comida más importante del día, en la que toda la familia estarían reunidos alrededor de la mesa, comiendo todos en un mismo plato o mejor dicho, de la misma fuente.
—¿Qué hay pa cenar madre? –espetó uno de los hijos.
—¡Hay migas y tajada! –contestó la madre.
La casa emitía un cierto olor a aceite caliente procedente de la sartén de tres patas que se encontraba sobre las brasas del hogar.
—¿Dónde está el porrón? –dijo el padre.
La hija mayor se fue a la cocina y recogió un pozal lleno de agua fresca, en el que se hallaba sumergido el recipiente lleno de recio vino tinto.
—¡Tome padre, está fresco! –dijo la hija.
Como patriarca era el primero en beber. Antes de comenzar a cenar, el primer trago le correspondía al padre que con el brazo extendido elevaba a gran altura el porrón, sin derramar gota alguna fuera de la boca, ante el asombro de los más pequeños.
Sin mediar palabra comenzaron a cenar. Cada uno, llevaba en sus manos una vieja cuchara de palo –madera– y dando buena cuenta de la gran fuente de migas que la madre había preparado acompañadas de algunos granos de uva.
En la fuente, cada uno tenía acotado su propio terreno y era casi imposible comer del que no le correspondía. Cada cual comía su parte, los alimentos eran escasos y todos, padres, hermanos, chicos y chacos, tenían que alimentarse para cumplir con las duras faenas del campo que tenían que realizar. A los pocos minutos la vieja fuente de porcelana o barro cocido quedó completamente limpia. Las ganas de comer eran muy buenas.
La madre que se había quedado en la cocina, terminaba de cocinar el consistente segundo plato. De pronto, irrumpe la madre con otra gran fuente llena de tajadas (filetes de cerdo fritos) procedentes de la última matacía. Al igual que las migas, los trozos iban desapareciendo con orden hasta dejar la fuente completamente vacía.
Nadie hablaba, todos comían en silencio, pero recordando con cierta tristeza, las magras (los perniles) que tuvieron que vender hace algunos meses, consiguiendo algunas pesetas que bien les vendrían para el sustento de la familia, hasta que se pudiese vender la cosecha de trigo y cebada.
© I. Navarro
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